Pensar es bello. O al menos podemos reconocer que una forma de pensamiento es bella. Pensamiento no esclavo, pensamiento sencillo, veloz, conclusivo. A veces, tranquilo y silencioso una noche de verano en la que los vecinos han decidido divertirse y tienen la música altísima.
Me refiero a un pensamiento sin clichés ni muletillas. No se trata de pensamiento político ni de reflexiones acerca del destino de la humanidad. Se trata de un pensamiento que está más allá de todas las cosas mundanas. Es filosofía en su punto más profundo y emocional, que transporta a una realidad solamente accesible a los seres humanos, de la que nuestro gato o perro queda completamente excluido; de la que el árbol de la vereda –que esparce las hojas amarillas que nunca barreré– no podría participar jamás.
Y luego, como la calma, la furia. Un estallido. Un
rayo atraviesa mil quinientos centímetros cúbicos de materia gris y libera un placer
que difícilmente pueda explicarse.
El pensamiento al que me refiero es bello porque
es una forma de libertad. Buscará, si es bueno, evadir las trampas que otros
seres humanos han puesto; los intereses que quieren hacerle caer en moldes. El
pensamiento bello peleará por no rendirse ante derechas e izquierdas, en
patrones y en empleados, en ricos y pobres, en machistas y feministas, en a
favor y en contra de; cuanto más se parece a esos extremos limitantes más feo resulta.
Pregúntese por un momento si todas esas estructuras y otras tantas
existen y se repiten una y otra vez. Convencido de que existen, pregúntese si
le han hecho bien o mal a la realidad; si nos han posibilitado vivir mejor o
peor. Pregúntese también para qué pensamos y qué tanta voluntad ponemos en
escapar de estos clichés. ¿Acaso no es mucho más fácil dejarse llevar por
ellos? No dejarse llevar implicaría quedar cara a cara con nosotros mismos.
La belleza de la que hablo es íntima, personal, y
no deja lugar a dudas. No importa cuánto golpeen, no importa cuánta envidia
llueva y cuánta pobreza económica nos garanticen; no importa cuántas relaciones
amorosas y amistades perdamos; ya convencidos de que han quedado atrás, de que
están enfermos, de que nos hacen daño con sus tonterías de párvulos.
La indulgencia, el trato tolerante fingido por
lástima, no puede, no debe ser una opción. El puente no resistirá. Mentir no.
Conservar relaciones que no nos aportan nada ni nos parecen interesantes sólo
por conservarlas es más que un absurdo un delito contra uno mismo.
Nos están haciendo daño. Si nosotros pensamos,
pero si pensamos en serio. Más allá de estas estructuras de oposición de las
que he hablado, si hemos llegado al punto de dejarlas atrás y de entender que
somos unos bichitos agonizantes en un contexto cósmico que nos machaca
solamente con su existencia inconmensurable, bueno, es hora de preguntarnos
acerca de las motivaciones para nuestras acciones; es hora de pensar.
Y luego ocurre un milagro que, utilizando aquel
viejo recurso del oxímoron, puede caracterizarse como la cosa más bella y
horrenda al mismo tiempo: el pensamiento nos regala un adiós del mundo.
Comenzamos a entender al fin que tener un hijo, comprarnos una casa o que
inclusive mirar el partido de fútbol de las cinco carece totalmente de sentido.
Porque lo que ha ocurrido es que hemos comenzado a cobrar conciencia real
acerca de nuestra existencia y hemos levantado la frente. Del animal, hemos
abandonado los instintos mecánicos que nos gobernaban, las programaciones más
ordinarias que nos igualan con el perro que se frota una y otra vez abrazando
la pierna de su dueño.
Tranquilo Firuláis, tranquilo...
Ahora somos otra cosa. Nuestra mirada de pronto
queda fija en un punto y nos damos cuenta de que somos libres y hermosos,
que no necesitamos la aprobación de personas que están mucho peor que nosotros.
Copular ya no es necesario. Comprarnos ropa tampoco. La comida se soluciona con
casi nada; tal vez unos pancitos y un café hoy; mañana, una cocoa. Y así,
comenzamos a abandonar territorios, luchas, tensiones. Es el adiós hermoso. Una
suerte de suicidio visto desde los otros, confundidos y ocupados; una autoeutanasia
egoísta por amor a algo que está mucho más allá de las demás hormigas, afanadas
en entrar al grillo por el agujero.
Los compromisos son nuestros enemigos, nos hemos
dado cuenta de ello en un momento en el que conversábamos con nuestra hija
acerca del cumpleaños de quince o el viaje. Me he hartado secretamente de los
reproches de mi mujer porque hay que cambiar el auto y no vamos a lo de su
madre el domingo. ¡Su madre y sus malditas hemorroides! Me da asco mi marido y su necesidad de clavarse en el sillón
a mirar fútbol. Así es la vida. ¿Así es la vida? ¿Cómo hemos llegado a esto?
¿Pensamos lo que iba a pasar? ¿Por qué nos ha pasado lo que nos ha pasado? ¿Fue
un acto reflexivo y sereno el de elegir a nuestra pareja o más bien desesperado
y fortuito? ¿Era él? ¿Era ella? ¿U otro él u otra ella que se nos escapó?
El pensamiento es bello pese a que sus
efectos puedan parecer monstruosos desde afuera, desde la ignorancia y la
envidia. Quitando las motivaciones espurias como el dinero, ¿qué somos? ¿Qué
nos queda?
Hablando con una persona que solamente vi
una vez en la vida y con la que probablemente nunca más me vuelva a cruzar,
mientras me pasaba lentamente una navaja por la garganta (no me estaba robando,
era un barbero) me dijo que la vida de las personas que no tenían mucho pero
que tampoco tenían muy poco era la mejor. Él les llamó a esas personas “de
clase media”. Recuerdo un altercado bastante vergonzoso con una chica (vergonzoso
para ella, no para mí, por cierto) por utilizar esa expresión, por eso, trato
de evitarla. Para que otros no tengan que pasar vergüenza por palabras. Pero las
personas que no somos indigentes y que tenemos un plato de comida todos los
días sobre la mesa y que, no obstante, no nos podemos dar lujos, según aquel
barbero, teníamos la mejor vida.
La mejor vida. La mejor vida porque somos dueños
de nuestro tiempo y no estamos constantemente intentando sobrevivir. Por otra
parte, no poseemos los recursos para hacer (según sus palabras) “las mierdas
que hace la gente con plata”. Nuestra prisión económica es nuestra libertad
mental. Nuestra vida es más “real” porque somos dueños de nuestro tiempo.
Puedo recordar también la opinión de una joven
que criticaba mi afición a dar de comer a las palomas en la plaza Zabala esos
días en que simplemente quiero ser una de ellas. Interpretándome desde su punto
de vista e interpelándome con la sola autoridad que le daba poseer una vagina funcional, yo era alguien “acabado” (fue el término que utilizó); es decir, un
hombre que a sus cuarenta y pico se comporta como alguien de ochenta. Nunca,
por miedo a ofenderla profundamente, le dije cómo se veía ella, su vida, su
actitud desde este punto de vista, desde el “acabado”. Y eso es algo injusto,
pero también forma parte de cómo funciona mi punto de vista. Porque yo entiendo
que no gano absolutamente nada lastimando a una persona que tiene una vida tan
distinta a la mía y además, y además, soy capaz de ver profundamente cuál es el
problema; porque yo tengo el tiempo y la posibilidad de interpretar a una persona
como ella. Me da mucha pena. Lo digo sinceramente. Las personas que viven a
través de la búsqueda de satisfacción de necesidades materiales, en el frío
mundo de la estrategia para medrar, me revuelven el estómago. Venden su tiempo,
su carne, su sangre, al sucio cliente que se les sacude encima seis, ocho, doce
horas diarias, exhalando sus vapores nauseabundos, y lo hacen para comprarse un
teléfono, construirse una piscina, pagar cuotas o comprarse unos zapatos.
Entonces, yo, el hombre acabado de ochenta años en un cuerpo de cuarenta, debo
soportar que me diga esas cosas una persona que solamente piensa en el modo de
venderse porque necesita llenarse con algo, porque nada la satisface y, peor,
mucho peor, nada la satisfará jamás. Para siempre condenada a la infelicidad.
Si tiene sexo lo tendrá para mantener contento a un accionista de sus
genitales que le retribuirá como la prostituta que es.
El pensamiento ahí está, salta a la vista. En mí, me dice “cómo querés que te vea una persona tan distinta”, “por qué creés que reaccionó de ese modo”. “El error fue todo tuyo, Eladio. No tenés que exponerte a eso.” No eran ni las palomas ni los pedacitos de pan que les tirabas, es que encontraste una paz mental que para esa otra persona es inimaginable viviendo en una guerra continua por recursos económicos. No le faltará un plato de comida, pero ha aprendido que vivir es mucho más que el plato de comida y quiere tener éxito y poder viajar, quiere el nuevo teléfono y los zapatos. Quiere, en suma, ser libre. Pero cuanto más lo intente, paradójicamente, menos libre será.
*
Dicho esto, ahora viene el golpe de efecto.
Usted, ¿quién es? ¿Alimenta a veces a las palomas con el secreto anhelo de ser
una de ellas o, viendo a alguien esparcir pan viejo por el suelo de la plaza
Zabala sacude la cabeza, negando, pensando que esa persona podría estar
haciendo algo mucho más productivo? Lamento decírselo,
lamento tener que ser yo quien lo haga pero lo seré, si usted es de los
segundos, está muerto. Mucho antes de que su corazón se lo diga, mucho antes de
que sus pulmones se desinflen, mucho antes de que lo metan en una caja de
madera y lo entierren, o que se transforme en un puñadito de ceniza, usted ha
muerto. Muerto. Quién sabe cuándo, quién sabe cómo, pero ha muerto.
Ahora que sabemos dos cosas y que esas dos cosas
son fascinantemente opuestas, podemos indagar un poco en esa “indulgencia” tan
peligrosa que nos domina habitualmente. “Indulgencia” es permitir y hasta
perdonar determinados comportamientos; en este caso, un crimen común que es el
robo, el robo de nuestro tiempo, el desprecio hacia nuestra inteligencia, la
total indiferencia ante nuestra capacidad intelectual. Las dos cosas opuestas
que sabemos es que, en primer lugar, nadie puede robarnos la capacidad de
pensar y que eso en sí mismo es hermoso. Por otro lado, cualquiera puede robárnosla,
y de hecho lo hacen, cada vez que encendemos el televisor o la radio o nos
dejamos llevar “amablemente” por las redes sociales en el teléfono.
El ocio es la clave. ¿Cómo lo sé? Porque pienso. (¿De dónde cree usted que salió el tiempo para escribir este texto?) Desde antiguo sabemos que la voluntad es lo único que puede salvarnos. El
tiempo pasado, dijo Séneca alguna vez, le pertenece a la muerte. Si tenemos la
voluntad de tomar en nuestras manos un libro de Shakespeare en vez de tirarnos
en el sillón a ver una serie, estamos salvados. Pero no la tenemos, porque eso
implica hacer algo más, algo diferente de lo que hacen los demás. Somos adictos
al contacto social y tenemos que ver la película que vieron todos y la serie
que están viendo todos y de la que todos hablan. Así, nosotros hablamos
también. Y hablamos como ellos, porque además no tenemos personalidad para
oponernos a las tendencias grupales que dominan el habla. Ah. Vergüenza.
La industria del entretenimiento es crimen
organizado. Crimen en contra de tu individualidad, de tu inteligencia y de tu
pensamiento. Cada vez que nos reunimos con amigos para correr detrás de una
pelota o para ver a veintidós tipos corriendo detrás de una pelota, matamos
tiempo, morimos y nos desperdiciamos. Es como si, en cualquier momento,
pudiéramos decidir dejar de ser tridimensionales y nos transformásemos en meras
representaciones de nosotros mismos. Somos un dibujo, un plano, una caricatura
absurda de lo que podríamos ser. Perdemos belleza, nos hacemos meras piezas
funcionales al mercado. Morimos.
Cuando pienso, soy realmente humano y soy
hermoso. Si yo me pregunto en qué me diferencio de una máquina o de un animal me respondo sin dudarlo: en que puedo pensar. Si pienso para ocupar un lugar en
un engranaje productivo no me sirve; es pensamiento muerto. Por eso, el
pensamiento hermoso implica creatividad y reinterpretación tácita del existir;
interpelación de la existencia misma.
Soy profesor de Literatura y habiendo ejercido
esa noble labor durante casi quince años ininterrumpidos en liceos públicos,
debo confesar que la literatura, con todo lo hermosa que es, con lo fascinante
y compleja que es, no constituye mi objetivo fundamental en la lectura
consensual realizada en mis clases. Para mí lo más importante es hacer que
entiendan mis alumnos que la creatividad y el pensamiento son una sola cosa y
que la tarea de generar interpretaciones sobre las obras literarias es una
labor de pensamiento. No sólo deseable sino crucial. A su vez, algunos
alumnos comienzan a ver que hay otra forma de ser y estar en el mundo; que ese
pensamiento creativo, analítico, pleno de riqueza y personalidad, es posible; y
que además, es hermoso.
Por eso es que cuando alguien opina sobre el
profesorado (y sobre mi profesorado, específicamente) debo contenerme para no
caer en la furia. Nadie puede venir a decirme a mí cómo hacer mi trabajo o
cuáles son los problemas a los que me enfrento. La estupidez no reconoce título
ni estatus sociales ni credo religioso ni tendencias políticas. La opinión,
cosa de la que no tenemos habitualmente demasiada conciencia, debe ejercerse
desde el respeto y con cautela. Solamente cuando sentimos que se nos falta al
respeto estamos habilitados a salir con furia en nuestra defensa.
¡Y vaya que he sentido que se me faltó al respeto! Personas ignorantes, personas materialistas, tontas, que acaso su único mérito en la vida ha sido tener padres adinerados, o anotarse a un curso liceal, o tener una vagina o un título más que yo han sentido que tienen el derecho de opinar sobre asuntos que desconocen.
Cuando un alumno me preguntaba “profe, esto pa
qué me sirve” yo le respondía y trataba de que me entendiera. Error. No hay que
responder más a esas cosas. Su vida seguirá su cauce y la mía, otro bien
distinto. El que no quiera aprender, que no aprenda. Quien no quiera estudiar,
que no lo haga. A nadie se le puede obligar a que piense. El destino de cada
uno lo elige cada uno. Ya no hay posibilidades de redención, ni para ellos ni
para mí, si es que soy yo quien se equivoca sistemáticamente.
Y cuando quedo expuesto al juicio de otras
personas respecto a mi trabajo o a mi modo de ser, prefiero no discutir.
Simplemente no tiene sentido. El error se cometió antes y fue posibilitar, por
acción u omisión, el quedar expuesto a la estupidez de alguien a quien hemos
decidido otorgarle la posibilidad de interactuar con nosotros.
Decía más arriba que le daba de comer a las
palomas y que eso era una forma metafórica de eutanasia. Pero mire que no sólo
muere aquel que se va, dejando el territorio libre para que jueguen en él los
tristes vencedores. También mueren todos los otros.
No hay nadie más muerto para mí que aquel que
renuncia a pensar, que se deja llevar por la inercia de la pérdida de tiempo
que nos rodea y nos aplasta. Están muertos, claro. Uno puede hablar con ellos y
en una esquina se puede quejar de común acuerdo con una señora acerca de la
humedad y qué disparate. Pero en el fondo es una conversación entre dos muertos
diferentes; yo estoy muerto para ella y ella para mí.
Podemos inclusive hablar de temas relativamente
complejos o yo puedo dar clases de Cervantes a muertos. Pero están muertos. Sus
ocupaciones son solamente medios de transporte a través de la vida, sin
propósito y con un único destino, morirse. ¿Asusta? ¿Deprime? Las cosas como son. A lo hecho, pecho.
El pensamiento construye paisajes, crea entes
abstractos, se mueve, baila. Puede abrir brechas en la realidad y hasta puede
crear realidad. Cuanto más cerca de esa realidad mental nos encontremos, menos
proclives al dominio de nuestras necesidades seremos. Necesidades que nos
someten y nos igualan con personas que acaso lo único en común que tienen con
nosotros es la carne, la constitución física. Luego, no hay nada. Hablar con
ellos, intentar el amor con ellos, es zoofilia, indulgencia, simbólico suicidio.
Mientras que sigamos permitiendo y no reclamemos
nuestro tiempo para pensar, seguirá perdiendo belleza nuestra vida. Si no nos damos
cuenta de ello es porque somos tontos o conformistas. Es una situación en
la que sólo se puede perder puesto que todas las opciones son malas.
Y alguien tiene que darle de comer a las
palomas.